Crónica del concierto de Johnny B. Zero en Sala Musik

Johnny B. Zero y el arte de llevar la contraria

 

 

Hay mucho necio por ahí suelto, sin correa, al que le mola cifrar el éxito de los conciertos en parámetros tan desconcertantes como la asistencia, la puesta en escena (¿qué será eso?), las veces que la banda se dirige al público o, si el fulano es muy diestro, la acústica de la sala. Mi mente perversa y desconfiada tiende a pensar que estos criterios son consecuencia de una escena que cada vez tiene más de industrial que de artística y que, queramos o no, están muy presentes en nuestras boquitas cuando hablamos de música. Que me lo digan a mí. Es lo común, digamos, y nadie parece escapar a ello. Al fin y al cabo todos somos hijos de nuestro tiempo y la filiación no es algo de lo que uno pueda darse de baja así porque sí. Todo esto, como decía, entra dentro de la norma pero, amigo mío, si hablamos de Johnny B. Zero, eso de la norma acaba cayendo por su propio peso. Yo me la imagino como un terrón de azúcar que se desmorona, como un niño chico que se mea en los pantalones ante la presencia maltratadora del padre, o como las paredes de la estación que, con el paso machacón del tren, se resquebrajan poco a poco y acaban por derrumbarse.

 

 

Pero vayamos al grano. Por suerte o por desgracia, ninguna o casi ninguna de estas circunstancias se dio. La puesta en escena fue austera (mención especial al trono de Julio y sus teclitas), la acústica de Musik nunca ha sido la mejor y Juanma, voz y guitarra, apenas se dirigió al público unas tres o cuatro veces. Es decir, lo justo y necesario. Y decía “casi ninguna” porque la asistencia, aunque escasa al principio, fue aumentando relativamente a medida que avanzaba la noche. Lo suficiente para que el concierto superara la línea que separa lo penoso de lo íntimo, o lo suficiente, también, para que las cincuenta personas que habría en Musik saborearan el privilegio de la exclusividad y se fueran a casa con la sensación de haber asistido a algo que el resto del mundo se había querido perder. Esa fue nuestra venganza. Y a pesar de esto (¿o gracias a ello?), aquí el chaches disfrutó como un marrano. Y me da que no fui el único.

Comenzaron con Grey Elephants, un rock grueso y ligeramente tétrico que en mi cabeza sonó a lo que debe de sonar una liturgia de tortugas reptilianas, reticentes en sus cloacas a adaptarse a los nuevos tiempos. Si el tiempo acelera, más lento voy a ir yo. Y así, casi sin avisar, empalmaron con Watermelon Blues, igual de festiva pero de otra manera. Para entonces, los despistados que se habían dejado caer por la sala empezaban a preguntarse quién coño eran esos Johnny B. Zero y por qué no los habían escuchado antes. Algo de desconcierto debieron de ver los Johnny en sus jetos porque fue el momento de bajar la intensidad. Orange Sun, también de su último disco (Suicide Watermelon Stories, 2018), sonó gloriosa. Una oda al pop que pone a George Harrison al solecito mediterráneo y que te hincha el pecho de una nostalgia reconfortante. Y así, de la luminosidad pasaron a la oscuridad de In the Void, con su saxo sinuoso y su fraseo descarrilado. La sala se transformó en una cueva húmeda, fría y oscura, iluminada únicamente por el falsete de Juanma, que suplicaba un poquito de amor en un susurro casi sedante. Algo de masoquismo debe de tener la canción. La súplica se prolongó hasta el infinito, postergando eternamente el clímax y condenándolo a un final feliz que nunca llega. Para entonces, más de uno habría agradecido que en el merchandising vendieran baberos.

 

 

El mapa era confuso, pero la brújula marcaba una dirección clara. Era el momento de reavivar el fuego. Plastic Shovel sonó como el chasquido que te despierta de la hipnosis y el público volvió del más allá. Su juego de intensidades nos sacudió el cuerpo y el calambre surtió efecto. El glam de Horse Dance nos recordó que eso del rock no tiene por qué estar reñido con la elegancia y Charles B, de las pocas que cayeron de Birds (2017), continuó con la línea ascendente que marcaba la hoja de ruta. Alcanzada la cima, era el momento de tirar de cantimplora y disfrutar de las vistas. Golden Blow sonó a deliciosa contradicción y a Pablo le dio por ponérnosla dura con el saxo. Y cuando la tierra parecía firme, decidieron que aquello de la estabilidad es cosa de flojos y, en su afán de llevarnos la contraria, de quitarnos la razón, de ponernos la chincheta en el culo cuando más cómodos estamos, descendieron a las profundidades pantanosas de Honey Brown. Con la calma instalada, era el momento de cantar que el amor se ha ido. All That Love sonó a salmo sanador y a mí, por alguna extraña razón, se me puso sonrisa de bobalicón. Entre arpegios sureños asomó el estribillo de Plastic Bag (Mayday, 2014). Con ella entendí que el concierto había entrado en una fase más reposada, pero no. Sonó Insane y yo la percibí como otro volantazo, como otro cuello partido en la lista de daños colaterales. El riff electrizado terminó de despertar (y convencer) a los que estaban de paso y los Johnny se encargaron de cerrar con hilo y aguja el bolsillo en el que nos habían metido. Ya no había escapatoria.

La fiera seguía enrabietada y quedaba poco tiempo. A Insane le siguió Planted Like a Tree, con Juanma jugando a probar los límites de su garganta, que sonó más salvaje que nunca. Pero las fieras también necesitan descanso. Tras una parada, Juanma subió al escenario en modo cantautor, agarrando su acústica y tocando Johnny B. Zero. Se le sumó la banda y con We First Made Love exhibieron garra y músculo por última vez. Un músculo correoso que acabó destensándose muy lentamente, despacito, hasta desembocar en esa balada beatleiana que es Gold. Y joder, a mí me pareció una vacilada que terminaran así de tiernos. Porque eso es lo curioso: que hasta lo suave, en sus manos, sonó macarra. Hasta en eso nos llevaron la contraria. Si alguien esperaba que aquello terminara con la pirotecnia del rock se equivocó de lugar. Sabías a lo que venías, majo. Porque la norma en Johnny B. Zero, como decía, no tiene sitio. O dicho de otra forma: porque esa es la norma según Johnny B. Zero. Una excusa para la rebelión; un contenedor al que se le pega fuego y acaba saltando por los aires para que tú y yo, como dos bobos, nos deleitemos en la belleza de las virutas combustibles del cielo.

 

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