Reseña de El dolor de los demás de Miguel Ángel Hernández Navarro

El dolor de los demás

 

Sobre Sergio Pitol dice Vila-Matas que lo cuenta todo pero no resuelve el misterio; Pitol pinta toda la atmósfera, el núcleo y la periferia del relato, como echando vistazos panorámicos hasta cubrirlo todo; pero, ya cubierto todo, el misterio no se disipa. El relato es así. El dolor de lo demás (Anagrama, 2018) puede leerse sin complejos como una vuelta de tuerca a esa idea: el relato que se conforma aquí —mucho más transparente— se sumerge en una cadena de posibles causas que acaban por avanzar hacia un abismo o hacia una zona semioscura que quizá no sea necesario desvelar. Podría contarse todo, digamos (hasta donde sea posible): las causas reales, los motivos, la sucesión material de los hechos; pero Miguel Ángel, inmerso con relativa verdad en la novela, va descubriendo la trama, y descubriéndose él mismo con ella, hasta el punto de reconstruir sobre la marcha la historia que pretendía abordar y reorientarla para iluminar distintos puntos y preservar otros que, con justicia o no —y ahí entra en juego la libertad y responsabilidad del autor, también una reflexión ética que parece clave en el rumbo del relato—, merecen quedar a salvo de lecturas ajenas. Si Pitol lo cuenta todo y el misterio se mantiene a salvo, u oculto, no sería muy arriesgado decir que en la novela de Hernández no hace falta contarlo todo para revelar el significado que el autor buscaba, redefinido en la propia búsqueda; se trata de un uso particular y personalísimo de la literatura como investigación, y de puente entre dos tiempos que sirve para la configuración del yo del escritor en una nueva apuesta por el riesgo y la verdad. Con todo, podríamos decir que el misterio tampoco es resuelto, pero, a diferencia de lo que ocurre con Pitol, aquí no resuelve, si vale la fórmula, porque no se quiere, o porque el desenlace es un fracaso debido más a las posibilidades materiales que literarias, y el propio autor modifica el rumbo haciéndose dueño responsable de su voz.

 

—Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco. (p. 18)

 

Con ese recuerdo arranca para Hernández un viaje hacia la memoria y hacia sí mismo. En esa sentencia está toda la novela. Es la piedra de toque de toda la búsqueda, que avanza y retrocede según los hallazgos propios de un thriller convencional. Es un desafío. Reencontrándose con las heridas del pasado para tratar de cerrarlas, abre otras, o esas mismas, aún más, y desarrolla una lúcida reflexión sobre la literatura y la vida, sobre el alcance de los actos del escritor y la legitimidad de los mismos, entendiendo

 

(…) que escribiendo no siempre se gana, que a veces también naufragamos ante el dolor de los demás. (p. 31)

 

Hernández, metido de lleno en la novela, en su pasado, en medio de la huerta murciana, está obligado a tomar decisiones una vez se ha introducido en la trama. Está rastreando lo que hizo un asesino. Su mejor amigo. Está metido en un temporal de ideas y sensaciones encontradas del que no puede salir como entró. Llegado a cierto punto nos topamos incluso con el manido porqué de la escritura, pero Hernández parece seguir la línea de Cercas: el escritor debe proporcionar las preguntas, no las respuestas. Así que en buena medida la novela sigue escribiéndose una vez acabada su lectura: sin ser inconclusa, se trata de una obra que respira vida y que está abierta, que pide ser rumiada por el lector tiempo después, como el crimen que da coletazos aún tras veinte años y que pide quedar en los márgenes, conservar cierto misterio, más por decisión voluntaria o piedad que por imposibilidad narrativa. La imagen del pasado que evoca continuamente para poder formar el relato es a la vez la que sostiene la sensación de estar ante un enigma. Es una imagen vista desde o cuando todo ha pasado ya, de modo que nos es del todo imposible acceder a ciertas cosas sin el servicio de la literatura.

 

Aquel reencuentro me hizo ser consciente de que el pasado no es solo una memoria inmaterial, una proyección mental intangible; el pasado es denso, respira, se mueve hacia nosotros. Acudí allí para evocarlo, como si fuera un objeto inerte y manejable, y me miró directamente a los ojos, con toda su vida, y con toda su muerte. (p. 66)

El dolor de los demás busca una verdad esencial a la que se llega a través de los ecos de la autobiografía —o autonarración, como prefiere llamarla el propio Hernández— un modo de mostrarse y no, de hablarse y no, para explorar el mundo al tiempo que uno se explora a sí mismo aun acabada la novela. La historia es más grande que un mero libro, y escribir, o hacerlo según cómo, conlleva riesgos, podemos decir, vitales. Las relaciones entre vida y literatura han sido tratadas por numerosos autores y teóricos de la literatura, como es el caso del catedrático de la universidad de Murcia José María Pozuelo, en obras como “De la Autobiografía: teoría y estilos”. Una de las ideas que se exponen es que en esta corriente de la literatura que ha florecido en el siglo XXI —aunque ha existido desde los mismos comienzos de la literatura universal, en las Confesiones de San Agustín, los ensayos de Montaigne o En Busca del Tiempo Perdido de Proust— los autores no sólo escriben sobre ellos sino que esta escritura es una suerte de catarsis (o una catarsis inversa). El propio Pozuelo, en una reciente conferencia, dialogaba con el también escritor Lorenzo Silva sobre el modo en que afecta la literatura a la vida de las personas, y de los propios autores, llegando a la conclusión de que su efecto e influencia, tanto positiva como negativa, puede llegar a ser crucial. Yendo un paso más allá, Hernández ha comentado en más de una entrevista que la escritura de esta novela le ha supuesto más de un desbarajuste psicológico.

 

Escribir no era exorcizar demonios; era convocarlos. (p. 152)

 

Según se encuentra el fin del relato, uno halla que la literatura que se desvela aquí anuncia un cambio de paradigma: estamos más ante la realidad que ante la pura ficción, y el placer y la calma de la segunda no podemos disfrutarlo enteramente estando en la primera. Es una literatura que no lo descubre todo, que no satisface las demandas argumentales más básicas, y que adquiere así un valor mucho más alto. Estamos ante un adiós (o recomposición) a la escritura como terapia, y ante una forma de entender la literatura como una forma de vida que ha de ser arriesgada si uno quiere sacar algo significativo de ella.

 

Ese, en el fondo, era el interrogante que había movido la novela. Saber si estaba dispuesto a afrontar la verdad desnuda. (p. 271)

 

Estamos, a juicio de quienes aquí escriben, ante la mejor novela de Hernández, merecedora de los éxitos que ya ha cosechado y de algunos más. ¡Lean, lean!

 

Ignacio Germán Ballesta

Juan Antonio F. López

9788433998576

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